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A partir de este momento, su existencia no fue más que una sarta de mentiras en las que
envolvía su amor como en velos para ocultarlo.
Era una necesidad, una manía, un placer, hasta tal punto que, si decía que ayer había
pasado por el lado derecho de una calle, había que creer que había sido por el lado
izquierdo.
Una mañana que acababa de salir, según su costumbre, bastante ligera de ropa, empezó
a nevar de pronto; Carlos, que observaba el tiempo desde la ventana, vio al abate
Bournisien que iba para Rouen en el cochecito del señor Tuvache. Entonces bajó para
confiar al eclesiástico un grueso chal para que se lo entregara a Madame nada más llegar
a la «Croix Rouge». Apenas llegó a la hospedería, Bo urnisien preguntó por la señora del
médico de Yonville. La hostelera contestó que frecuentaba muy poco su establecimiento.
Por eso, aquella misma noche, al encontrar a Madame Bovary en «La Golondrina», el
cura le contó lo ocurrido, sin al parecer darle importancia, pues se puso a hacer el elogio
de un predicador que por entonces hacía maravillas en la catedral y al que iban a oír todas
las señoras.
Pero si el cura no había pedido explicaciones, otros podrían después mostrarse menos
discretos. Por lo cual Emma creyó conveniente alojarse siempre en la «Croix Rouge», de
modo que las buenas gentes de su pueblo que la veían en la escalera no pudieran
sospechar nada.
Un día, sin embargo, el señor Lheureux la vio salir del «Hôtel de Boulogne» del brazo
de León; y Emma tuvo miedo, pensando que el comerciante se iría de la lengua. No era
tan tonto como para eso.
Pero tres días después entró en el cuarto de Emma, cerró la puerta y dijo:
-Necesito dinero.
Ella declaró que no podía dárselo. Lheureux se deshizo en l
amentaciones y le recordó
todas las atenciones que había tenido con ella.
En efecto, de los dos pagarés firmados por Carlos, Emma, hasta entonces, sólo había
pagado uno. En cuanto al segundo, el comerciante, a instancias de ella, había accedido a
sustituirlo por otros dos, que a su vez fueron renovados aplazando mucho la fecha de su
vencimiento. Después, sacó del bolsillo una lista de artículos no pagados aún, a saber: las
cortinas, la alfombra, la tela para las butacas, varios vestidos y varios artículos de
tocador, cuyo valor ascendía a unos dos mil francos.
Emma bajó la cabeza; Lheureux añadió:
-Pero si usted no dispone de dinero, tiene «bienes».
Y le indicó una pobre casucha sita en Barneville, cerca de Aumale, que no rentaba gran
cosa. Antaño pertenecía a una pequeña granja vendida por el señor Bovary, pues
Lheureux lo sabía todo, hasta las hectáreas que medía y el nombre de los colindantes.
-Yo, en su lugar, me desprendería de ella, y aún me sobraría dinero.
Emma señaló la dificultad de encontrar comprador; Lheureux le dio esperanzas de
encontrarlo; pero ella le preguntó cómo se las arreglaría para poder vender.
-¿No tiene usted el poder? -le replicó él.
Aquella palabra le llegó como una bocanada de aire fresco.
-Déjeme la cuenta -dijo Emma.
-¡Oh!, no vale la pena -replicó Lheureux.
Volvió a la semana siguiente, y presumió de haber conseguido encontrar, después de
muchas gestiones, a un tal Langlois, que desde hacía mucho tiempo codiciaba la finca sin
ofrecer precio por ella.
-¡El precio es lo de menos! -exclamó Emma.
Había que esperar, por el contrario, a tantear a aquel mozo. La cosa valía la pena de un
viaje, y como ella no podía hacerlo, él se ofreció para desplazarse hasta a11í y ponerse al
habla con Langlois. Una vez de vuelta, dijo que el comprador ofrecía cuatro mil francos.
Emma se regocijó al conocer esta noticia.
-Francamente -añadió él-, está bien pagada.
Emma cobró la mitad del dinero inmediatamente, y cuando fue a liquidar su cuenta, el
comerciante le dijo:
-Me apena, palabra de honor, verla deshacerse de golpe y porrazo de una cantidad tan
importante como ésta.
Entonces ella miró los billetes de banco, y pensando en el número ilimitado de citas que
representaban aquellos dos mil francos:
-¡Cómo!, ¡cómo! -balbució.
-¡Oh! -replicó Lheureux, en tono bonachón-, en las facturas se puede meter lo que se
quiera. ¿Acaso no sé yo lo que es gobernar una casa?
Y la miraba fijamente mientras sostenía en la mano dos largos papeles que hacía
resbalar entre sus uñas. Por fin, abriendo su cartera, extendió sobre la mesa cuatro letras
de cambio de mil francos cada una.
-Firme esto -le dijo-, y quédese con todo.
Ella protestó escandalizada.
-Pero si yo le doy el sobrante -dijo descaradamente el señor Lheureux-, ¿no le hago un
favor?
Y tomando una pluma, escribió al pie de la cuenta: «Recibido de Madame Bovary
cuatro mil francos.»
---¿Qué le preocupa si va a cobrar dentro de seis meses el resto de la venta de su
barraca, y yo le aplazo el vencimiento de la última letra para después del pago?
Emma se embrollaba un poco en sus cálculos, le tintineaban los oídos como si
alrededor de ella sonaran sobre el suelo monedas de oro que caían de sacos rotos.
Finalmente, Lheureux le explicó que un amigo suyo, Vinçart, banquero en Rouen, iba a [ Pobierz caÅ‚ość w formacie PDF ]

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