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qué hubiera hecho si de verdad fuera hábil? Te hubiera comprado todas tus reservas de florines, y
todo el beneficio hubiera sido para mí. Pero, ¿para qué me serviría? Ya verás, Boccaccio, tú eres
muy joven todavía...
Sin embargo, Boccaccio tenía las sienes canosas.
-cuando no se trabaja más que para uno mismo, llega un momento en que se tiene la
sensación de que el trabajo no sirve para nada. Necesito a mi sobrino. Ahora sus problemas se han
apaciguado; estoy seguro de que no corre peligro en volver. Pero ese diablo de Guccio se niega, se
obstina en no regresar, y creo que por orgullo. Por las noches esta gran casa, cuando se han ido los
dependientes y se han acostado los criados, me parece bien vacía y algunos días siento añoranza de
Siena.
-Tu sobrino debería haber hecho lo que hice yo con una dama de París en situación
semejante a la suya. Le quité a mi hijo y lo llevé a Italia.
Maese Tolomei movió la cabeza y pensó en la tristeza de un hogar sin hijos. El hijo de
Guccio cumpliría siete años uno de esos días, y Tolomei no lo había visto aun. La madre se
oponía...
El banquero se frotó la pierna derecha; la sentía fría y torpe, como si se le hubiera dormido.
La muerte tira así de los pies, a pequeños empujones, durante años... En seguida, antes de meterse
en cama, se haría llevar una vasija apropiada, llena de agua caliente, para poner en ella la pierna.
IV
La falsa cruzada.
-Monseñor de Mortimer, voy a necesitar caballeros valientes y denodados, tal como lo sois
vos, para entrar en mi cruzada -declaró Carlos de Valois-. Vais a juzgarme orgulloso al oírme decir
mi cruzada, cuando en realidad se trata de la de Dios Nuestro Señor; pero debo confesar, y todo el
mundo me lo reconoce, que si esta gran empresa, la mas amplia y gloriosa que se pueda requerir a
las naciones cristianas, se realiza, será porque yo la he organizado con mis propias manos. Por lo
tanto, monseñor de Mortimer, os lo propongo directamente, con esta mi natural franqueza que iréis
conociendo: ¿queréis ser de los míos?
Roger Mortimer se incorporó en el asiento; su rostro se contrajo ligeramente y sus párpados
se entornaron sobre los ojos de color de piedra. ¡Le ofrecían mandar un pendón de veinte corazas,
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Librodot
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Librodot Los Reyes Malditos V La loba de Francia Maurice Druon
como si fuera un pequeño castellano de provincia, o un soldado aventurero que hubiera caído allí
por infortunio de la suerte! ¡Esta proposición era una limosna!
Era la primera vez que Mortimer era recibido por el conde de Valois, que hasta entonces
había estado siempre ocupado con sus tareas en el Consejo, retenido por las recepciones de
embajadores extranjeros, o en viajes por el reino. Mortimer veía por fin al hombre que gobernaba a
Francia, que acababa aquel mismo día de entronizar a uno de sus protegidos, Juan de Cherchemont,
en el cargo de nuevo canciller. Y Mortimer estaba en la situación, envidiable ciertamente para un
antiguo condenado a cadena perpetua, pero penosa para un gran señor, de desterrado que iba a
pedir, nada podía ofrecer y lo esperaba todo.
La entrevista se celebraba en el palacio del rey de Sicilia, que Carlos de Valois había
recibido de su primer suegro, Carlos de Nápoles, el Cojo, como regalo de boda. En la gran sala
reservada a las audiencias, una docena de personas, escuderos, cortesanos y secretarios, hablaban
en voz baja, en pequeños grupos, volviendo frecuentemente la mirada hacia el señor que recibía,
como si fuera un verdadero soberano, en una especie de trono coronado por un dosel. Monseñor de
Valois lucía un gran vestido de terciopelo bordado de letras V y de flores de lis, abierto por delante,
que dejaba ver el forro de piel. Tenía las manos cargadas de anillos; llevaba su sello privado,
grabado en una piedra preciosa, colgado de la cintura por una cadenita de oro, y se tocaba con una
especie de bonete de terciopelo mantenido por un cerco de oro cincelado; una corona para andar
por casa. Estaba rodeado de su primogénito, Felipe de Valois, joven bien plantado, de gran nariz,
que se apoyaba en el respaldo del trono, y por su yerno Roberto de Artois, sentado en un escabel,
con sus grandes botas de cuero rojo extendidas ante el.
-Monseñor -dijo lentamente Mortimer-, si la ayuda de un hombre que es el primero entre los
barones de las Marcas galesas, que ha gobernado el reino de Irlanda y ha dirigido diversas batallas,
puede serviros de algo, aportaré de buen grado esta ayuda para la defensa de la cristiandad, y mi
sangre está, desde ahora, a vuestra disposición.
Valois comprendió el orgullo de aquel personaje que hablaba de sus feudos de las Marcas
como si los siguiera teniendo y al que sería necesario manejar bien para sacar partido de el.
-Tengo el honor, sire barón -respondió-, de ver agrupados bajo el pendón del rey de Francia,
es decir, del mío, ya que se ha acordado desde ahora, que mi sobrino continuará gobernando el
reino mientras yo dirijo la cruzada, de ver, digo, agrupados a príncipes soberanos de Europa: mi
pariente Juan de Luxemburgo, rey de Bohemia; mi cuñado Roberto de Nápoles y Sicilia; mi primo
Alfonso, de España; y a las repúblicas de Génova y Venecia, que, a petición del Padre Santo, nos
aportarán el apoyo de sus galeras. No estaréis en mala compañía, síre barón, y haré que todos os
respeten y honren como alto señor que sois. Francia, de donde provienen vuestros antepasados y
lugar de nacimiento de vuestra madre, apreciará mejor vuestros méritos de lo que parece haberlo
hecho Inglaterra.
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